Utilizamos kleenex en lugar de pañuelos de tela. Es más costoso reparar unos buenos zapatos usados que comprar unos nuevos. Las compañías telefónicas se afanan en conseguir nuevos usuarios, despreciando a sus clientes más fieles. Cada vez compramos menos en las pequeñas tiendas familiares regentadas por tenderos añejos y más en los grandes supermercados, donde el puesto del cajero caduca a la misma velocidad que los yogures y difícilmente nos atiende la misma persona el mismo mes. Los partidillos de fútbol con la cuadrilla ahora se juegan en la videoconsola, donde cada envite dura menos de cinco minutos. Los televidentes pican entre los múltiples canales con la misma voracidad con la que se acaba un buffet gratuito, no llegando casi nunca a ver un programa completo. En mi ciudad una compañía de teatro difícilmente está más de tres días en cartel. Una película que permanece tres semanas en los cines puede considerarse un éxito. "Estable" es un adjetivo que ya no casa con "trabajo". Esta radiografía efímera nos lleva a un diagnóstico: vivimos en una época donde usar y tirar es un estándar de vida, lo cual, pensado a la inversa, significa que todo aquello que nace con vocación de permanencia y estabilidad está en peligro de extinción.
En este contexto, ahora que avanzamos por un embudo económico que se estrecha más y más, sin saber muy bien quién logrará salir indemne de él, las opciones para quienes se dedican al arte se reducen a una dicotomía. Por un lado, continuar en la rueda descarrilada del mercantilismo, etiquetando cada pieza de arte como un producto, y asumir que la competencia entre la oferta y la demanda del negocio es feroz. Hay que tener para ello los codos más afilados que los colmillos, los colmillos más que los cuchillos, y entender que se lucha por las migajas de un pastel devorado por otros. Al otro lado de este planteamiento, se mantiene abierta la posibilidad de un arte que es un valor en sí mismo, cultura sin precio, un medio de comunicación humana especial, que inquieta, emociona, que invita a reflexionar desde una perspectiva distinta a la cotidiana. Un arte que no sólo mide su potencial con el número de funciones, sino en su capacidad de transmitir a su entorno el aprendizaje acumulado durante años de trabajo permanente y de servir de plataforma para el intercambio cultural en sus múltiples frentes.
Esta disyuntiva nos la cuenta a su manera la historia de la palabra "entretener". A día de hoy, en su peor versión, "entretener" es sinónimo de distracción, de desconexión, algo que cumple la función de una mísera bocanada de aire cuando estamos sumergidos en un modo de vida asfixiante, carente de sentido. La más alta cota de miseria de este tipo de entretenimiento nos la da la ínfima calidad de la televisión, el mayor divertimento de masas de la actualidad, cuya chabacanería parece no tener límites. En su acepción antigua, sin embargo, se dice que "entretener" (del latín inter "entre" y tenire "tener") significaba "mantener juntos". Y aquí la imaginación alza el vuelo. Entretener puede entonces ser aquello que mantiene juntas a las personas frente a un acto concreto, que no sirve como mera vía de escape, sino como un punto de unión permanente, de comunión no religiosa, como un espacio de reflexión y de debate compartido.
Esta disquisición que apunta una manera particular de entender el arte y el entretenimiento parece una entelequia hecha con la misma materia de los sueños, sin embargo, en teatro hay ejemplos palpables de ella. Pienso a bote pronto en compañías polacas como Gardzienice o Teatr Piesnz Kozla, en el Odin Teatret de Dinamarca, en la SITI company (Estados Unidos), en muchas compañías de América Latina como La Candelaria o Cuatrotablas, y en España me vienen (sabiendo que me dejo nombres en la yema de los dedos) compañías como La Zaranda, Atalaya, La Cuadra, Matarile o el Teatro de la Abadía. Todas ellas y otras muchas, tal vez de forma más modesta pero con igual ahínco, buscan desde hace años un teatro que trasciende la sola realización de espectáculos, donde la pedagogía del arte, el diálogo con los espectadores fuera del marco de la actuación y la realización de proyectos que posibilitan el encuentro con otras sensibilidades culturales y sociales, son también sus señas de identidad.
Los proyectos mencionados y otros similares definen un camino alternativo a seguir en medio de este estado de aniquilación cultural que nos asedia. A mí se me asemejan a especies en extinción que necesitan un hábitat particular para subsistir. Un hábitat que entienda que la cultura no es algo que se vende y se compra, sino un bien que se intercambia y se transmite, y que en muchas circunstancias adquiere valores intangibles que superan su peso en euros. Esperemos pues que entre las personas que orbitan alrededor de los artistas y los espectadores aún queden algunas capaces de fomentar y salvaguardar un hábitat que haga posible ese otro teatro que hoy parece más necesario que nunca.
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